Cuando la fotografía se convirtió en arte

 Durante mucho tiempo, las artes tradicionales, y en especial la pintura, aspiraron al sueño de la mímesis, a la reproducción “perfecta” de la naturaleza. Cuenta ya Plinio el Viejo en su Historia natural que, en el siglo V a. C., el griego Zeuxis consiguió engañar la vista de los pájaros, que descendieron a picotear unos granos de uva que había pintado. Cuando, en 1839, el francés Louis Daguerre presentó en París el llamado daguerrotipo, el primer procedimiento que, a partir de la labor inicial de Joseph Niépce, permitía la obtención de fotografías sobre una superficie de plata pulida, el sueño de crear una imagen que fuera un verdadero “doble” del mundo se hizo por fin realidad.

Lo explica bien el crítico de arte italiano Giulio Carlo Argan en El arte moderno. Del Iluminismo a los movimientos contemporáneos: los rápidos progresos técnicos, las aplicaciones del nuevo invento a diferentes campos (como la fotografía “artística” o la captación del movimiento mediante la fotografía estroboscópica y la cinematografía), junto con la producción industrial de las cámaras, transformarían completamente la relación del gran público con las imágenes. Pronto surgió un nuevo profesional, el fotógrafo, que heredó diversas funciones sociales que hasta ese momento había cultivado el pintor, como la realización de retratos y vistas de ciudades, pueblos y paisajes, o la ilustración de noticias y reportajes. Sin embargo, a pesar de que la fotografía se consideró un logro técnico indiscutible, su relevancia artística fue durante mucho tiempo puesta en duda.

El cine, pese a ser una invención posterior, obtuvo antes que la fotografía el estatus artístico

¿Arte o técnica?

Para un partidario de lo sublime como el “poeta maldito” Charles Baudelaire, con la introducción de la fotografía, el arte reducía su dignidad, “postrándose ante la realidad exterior”. El artista Eugène Delacroix afirmaba, para marcar distancias, que la intención del pintor es la única que consigue hacernos ver aquello “que jamás percibirá ningún aparato mecánico”. Sin embargo, justo es reconocer que la fotografía sirvió para liberar a la pintura de una vez por todas de la función mimética, como confirmaría la aparición de un movimiento como el Impresionismo, que celebraba, por encima de todo, la visión subjetiva del artista. Como indica Argan, al principio se creía que la fotografía se limitaba a reproducir “la realidad tal como es”, mientras que la pintura la mostraba “tal como se ve”, pero pronto se descubrió que esta distinción era más bien falsa. El objetivo fotográfico no fue nunca un ojo imparcial; los primeros retratos de Nadar o las escenas callejeras de Eugène Atget, sin ir más lejos, ya reflejaban una mirada inequívocamente personal.

El cine, pese a ser una invención posterior, obtuvo antes que la fotografía el estatus artístico, cuando, en 1911, el periodista italiano Ricciotto Canudo publicó el célebre Manifiesto de las siete artes. Con el paso del tiempo, la fotografía acabaría ocupando la octava posición en este ranking, y el cómic, la novena. Por suerte, pioneros como el escocés David Octavius Hill supieron ver pronto las posibilidades artísticas del nuevo medio. Hill accedió por primera vez a la fotografía como una herramienta de apoyo para la ejecución de un complejo encargo: un retrato pictórico de grupo de 474 ministros de la Iglesia escocesa. Quedó tan fascinado por las posibilidades expresivas del nuevo dispositivo que, durante un tiempo, decidió abandonar la pintura para dedicarse a captar retratos y escenas cotidianas, en asociación con Robert Adamson.

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